Aquellas tardes de sábado,
la estación de oporto cobraba vida,
por el metro corría la sangre,
camino del centro de la ciudad,
para perdernos en la movida,
que se vestía de gala en los bajos de Aurrera.
Malasaña bendecía su nombre,
y entre cerveza y música,
alguna princesa buscaba su príncipe,
mientras un sapo la miraba fijamente,
al compás de una canción de Radio Futura,
y la tarde iba tejiendo su velo tenue para convertirse en noche.
Moncloa y sus bajos te saludaban,
mientras en el Champandaz la leche de pantera corría,
de litro en litro, de boca en boca,
sobornando a la consciencia,
dejando paso a la euforia del que nada tiene que perder,
salvo la poca vergüenza que aún quedaba en la memoria.
Alonso Martínez abría sus puertas,
mientras Caperucita buscaba al lobo feroz,
cansada del romanticismo enfermizo de un leñador,
que cada tarde la recitaba poemas a su oído,
intentando acompañarla por aquellos garitos de moda,
que abrían hasta altas horas de la madrugada.
La noche daba paso a la madrugada,
y a los bares que recogían los despojos de la noche,
para brindarnos un chocolate con porras,
o un café bien cargado que nos devolviera la cordura,
esa que se había perdido en otra noche de fiesta,
en los locales de moda de Madrid.
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