Entre estas cuatro paredes,
discurre sin prisas la noche,
hay fuera diluvia sin descanso,
y la oscuridad hace peligrosas las calles,
mientras el tráfico toma Madrid.
A estas horas de la madrugada,
los garitos están llenos de Caperucitas,
ignorantes de tanto lobo suelto,
que deambulan buscando una inocente princesa,
que llevarse otra vez a la boca,
en un cuento interminable y cruel.
Las letras asaltan sin permiso mi cabeza,
y me llevan Atocha, a su estación,
reducto de mendigos que buscan cobijo,
para protegerse del agua y del frío,
mientras los trenes siguen llegando y partiendo,
separando por un tiempo almas afines.
Desde aquí contemplo el Faro de Moncloa,
que mira de reojo y con rencor al Arco del Triunfo,
mientras por la puerta de Alcalá pasea mi alma,
camino de la Gran Vía si hacer caso al Museo del Prado,
camino de la calle Montera donde me deje la cartera,
donde me deje el corazón en un portal,
para después morir una mañana en la Puerta del Sol.
Mis últimas lágrimas llenaron el estanque del retiro,
y en el Templo de Debod te di mi último beso,
mientras mirábamos embobados el Teleférico,
el Palacio Real y la Almudena para acabar en San Ginés,
haciendo juegos de manos bajo la mesa como dos enamorados,
que se lo juegan todo a cara o cruz porque nada tienen que perder.
En la casa de campo un guiño cómplice me recordó viejos hábitos,
y en su lago entre botella y botella te recordé,
como te recuerdo siempre en estas noches de silencios forzosos,
en los que la soledad me persigue y me encuentra,
con la guardia bajada y las lágrimas tomando por asalto mis ojos,
esos que ya solo te ven en las fotos antiguas.
Entre estas cuatro paredes,
discurre sin prisas la noche,
hay fuera diluvia sin descanso,
y la oscuridad hace peligrosas las calles,
mientras el tráfico toma Madrid
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